La hechicera y el EnmascaradoRelatos Románticos y Fantásticos.
Volumen V
Ana |
Edición en formato digital: mayo de 2011
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PARA MIS TRES AMORES, MIS HIJOS ANA Y RAÚL Y MI MARIDO JUANJO, SIN ELLOS HUBIERA SIDO IMPOSIBLE CREAR ESTAS HISTORIAS.
La novela que estaba leyendo no me entretenía. El tren paraba en todas las estaciones. Los viajeros iban todos durmiendo. Yo por más que lo intentaba no podía. Mi pensamientos se centraban en el telegrama que había recibido esta mañana: “Venga urgentemente su padre está muy grave y desea verla por última vez”.
No recordaba su aspecto, nos abandonó a mi madre y a mí hace quince años, por aquel entonces contaba con uno. Siempre pensé que habría muerto hacía tiempo. Nunca supimos de él y mi pobre madre murió con el corazón destrozado el invierno pasado.
Todavía mis ropas son negras por el luto. Teñí la mayor parte de ellas. Me encontraba en el internado cuando falleció. Mery fue ama de llaves desde el día que fue abandonada por Paul, mi padre.
En la mansión Señorial me he criado y los dueños un matrimonio ya mayor nunca tuvieron hijos y me acogieron con mucho cariño.
He recibido una educación impecable con los mejores tutores y a la edad de doce años me enviaron a un internado para Señoritas.
Mi gran pasión es la medicina. Todos los tratados que caen en mis manos los devoro sin descanso. Se me da muy bien dibujar, y el cuerpo humano lo ilustro como si fuera de verdad.
Las profesoras están sorprendidas por mi afición y no la entienden. Me comentan que son estudios para caballeros.
Algunas veces he pasado desapercibida en las clases de anatomía que imparten en la Universidad.
Me fascina el funcionamiento de nuestro organismo. Y el cerebro es mi gran pasión, tiene vital importancia en todo lo que hacemos en la vida.
Suelo esconderme cuando terminan sus clases de prácticas con cadáveres, que nadie reclama para enterrar.
Observo el instrumental que utilizan para hacer una incisión en el frío cuerpo.
Practico los mismos cortes que han explicado con anterioridad a los estudiantes.
No me tiembla la mano y mi curiosidad me lleva a mirar más detenidamente las partes internas del muerto.
Nunca he comentado con nadie mis escapadas a la morgue. Cuánto más conocimientos adquiero, más es mi deseo de convertirme en un médico. El dolor que sentí al perder a mi madre por un enfriamiento y no poder salvarla me ha hecho estar más decidida que nunca a dar este paso.
Ahora mi destino ha cambiado de rumbo. Con pena me despedí de los Señores de la casa y de mis profesoras y compañeras de internado.
Este era mi último curso y estaba muy preparada en todas las materias que me habían impartido a lo largo de estos cuatro años.
Mi equipaje era muy liviano. Cuatro vestidos, todos negros, un chal de lana del mismo color, ropa interior, zapatillas, zapatos de tacón bajo, mis escasos escritos de medicina, carboncillos y papel. Los botines los tenía puestos por el frío, al igual que mi abrigo. Todo estaba nevado y el tren tenía que parar de vez en cuando, para que el maquinista despejara la vía.
Todavía faltaba mucho trayecto para llegar a un pueblo perdido de la montaña. En la última estación me bajaría y tenía que esperar un coche de caballos. La dirección era algo confusa. Nadie había oído hablar de Greenhope.
Pasaba las hojas del libro de poesía, leía y no era capaz de concentrarme. Necesitaba dibujar, pero me daba miedo llamar la atención. Viajaba sola y no deseaba enfrentarme con algún indeseable. Agradecía ir de luto, con mi sombrero y pañuelo por el frío que me tapaban casi toda la cara. Si alguien me preguntaba si era viuda afirmaba moviendo mi cabeza. A mis dieciséis años no me había comprometido. No tenía interés en conocer un joven para casarme. El oficio que quería ejercer no estaba bien visto por los varones ni las mujeres. Era imperdonable que prefiriera ser un buen médico que una buena esposa.
El tren se detuvo al final del recorrido. Cogí mi equipaje y cubriéndome lo mejor que pude con mi pañuelo el rostro por el frío y la ventisca pude coger un carruaje cerrado. El cochero fue muy amable al verme como a una pobre viuda desconsolada. Tenía los ojos llorosos y me moqueaba la nariz, pero no era por sufrimiento si no por el congelamiento que tenía.
Me llevó hasta un cruce de caminos y allí me indicó cuál de ellos escoger.
Le di el dinero pactado y cargada con mis pertenencias emprendí una caminata bordeando un río y al final subiendo una cuesta donde se vislumbraba unas casitas y un Castillo.
Me animé pensando que por lo menos el sitio existía y ya lo había encontrado aunque la empinada caminata, acababa con mis escasas fuerzas.
Mis botines se hundían en la nieve y los bajos del vestido y del abrigo se mojaban con cada paso que daba. Los guantes me protegían del frío invernal aunque se me adormecían del peso de la maleta. Iba cambiando cada poco tiempo de una mano a otra el equipaje y me soplaba los dedos para hacerlos entrar en calor.
Unos farolillos y una enorme piedra al final del camino me indicaron que me encontraba en Greenhope.
Realmente era un lugar perdido con cuatro casitas y un enorme Castillo.
Llamé a la primera puerta de una de las casitas.
Tardaron en abrir, y salió un anciano con una vela.
Al verme gritó y cerró de un portazo.
¿Tan mal aspecto tendría después del viaje?
Hice lo mismo con los otros hogares que me quedaban por recorrer.
Todos eran muy ancianos y con cara de susto y estupor cerraban las puertas.
¿Es que nunca habían visto a una mujer de luto?
No me quedaba más remedio que llegar al Castillo. Se hallaba más arriba de la montaña.
Arrastré la maleta hasta el puente levadizo. Debajo había un foso con agua.
Menos mal que estaba bajado si no tendría que haberme tirado al foso, congelarme y trepar por las paredes del Castillo hasta entrar por una ventana.
Atravesé el puente agotada y me dejé caer delante de la monstruosa puerta de hierro y madera.