BrigittaRelatos Románticos y Fantásticos.
Volumen VI
Ana |
Edición en formato digital: mayo de 2011
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PARA MIS TRES AMORES, MIS HIJOS ANA Y RAÚL Y MI MARIDO JUANJO, SIN ELLOS HUBIERA SIDO IMPOSIBLE CREAR ESTAS HISTORIAS.
Sentada en el banquillo del vestuario me quitaba los patines y cubría las cuchillas para preservarlas, no quería dañarlas, eran el único par del que disponía.
Había terminado por hoy los entrenamientos y estaba agotada, ya era noche cerrada y el frio intenso me hacía estremecer. Muy abrigada con el gorro de lana, la bufanda tapándome casi hasta los ojos y el forro polar, me dispuse a coger el tren hasta mi casa.
No encontrabas a nadie por las calles. Iba lo más aprisa que podía, ya faltaba poco para llegar a la estación y en tres paradas, me hallaría en mi barrio. No era muy popular. Vivía en un modesto apartamento de diez plantas. Mi piso era el último. Me consolaba pensando en el ascensor. De momento seguía funcionando, aunque de vez en cuando te hacía una mala jugada y se estropeaba, generalmente los fines de semana, para fastidiarte dos días sin él. El técnico de mantenimiento, solamente trabajaba de Lunes a Viernes y por las mañanas. Me preguntaba por qué escogí el patinaje sobre hielo como profesión. Reconozco que siento fascinación desde que vi, con cinco años, en casa de mis abuelos en Suiza, unos Juegos Olímpicos donde las parejas danzaban, como si flotaran a través de la pista helada. Claro, por mis venas corría sangre de artista, mi madre, había sido bailarina de ballet, pero no llegó a ser todo lo famosa, que hubiera debido ser. Mi embarazo, la estropeó su carrera. Se enamoró de un multimillonario excéntrico. Para él, fue un capricho y para ella, su primer y único amor.
La abandonó, antes de que yo naciera. Creo que la tristeza la consumió y no quiso seguir viviendo. Mis abuelos, nunca me han contado muchos detalles, un tren la atropelló, cuando cruzaba por una vía, sin barreras ni controles.
Acabo de cumplir los dieciocho años, dentro de un mes se van a celebrar los Juegos Mundiales de invierno. Mi entrenadora me ha escogido para formar parte del equipo. He trabajado muy duro, durante más de diez años, todos los días sin parar de entrenar y viviendo modestamente con lo que me pagaba la federación de deportes.
Gracias a esas ayudas y a mi primer entrenador en Suiza, pude conseguir una beca e ingresar en la escuela de patinaje de Canadá.
Soplo mis fríos dedos, a pesar de llevar guantes. Empiezo a ir más deprisa. Oigo como alguien se acerca, no quiero mirar atrás, tengo miedo. Casi empiezo a correr y mi perseguidor acelera el paso, solamente me queda doblar una esquina y ya me encontraré a salvo. Cuando voy a alcanzarla, unas fuertes manos me sujetan por la espalda y me tiran al suelo. Intento forcejear con el intruso. Noto algo frío en la garganta. Y una voz muy ronca me susurra al oído:
-¡Estate quietecita, si no quieres que ahora mismo, te corte el cuello! ¡Dame todo lo que tengas!
Estaba temblando, no atinaba ni a hablar, las manos las tenía agarrotadas del frío y el miedo.
Me pinchó un poco y noté como salía unas gotas de sangre que corrían por mi cuello, empapando mi bufanda.
-¡Deprisa idiota!
Era incapaz de soltar mi mochila con los patines, me había costado mucho esfuerzo comprármelos. Era lo más valioso que tenía.
Me dio un empujón fuerte y me tiró de espaldas al suelo, donde llevaba colgada mi bolsa, con todas mis pertenencias personales.
Sujetaba el asa con mis manos, como si me fuera la vida en ello. Estaba tan agarrada a ella, que no podía quitarlas y el delincuente por más que me golpeaba y zarandeaba, no se hacía con mi bolsa.
Comenzó diciendo improperios, a rajar la mochila y sacar el contenido.
Me revolví contra él, en un vano intento de detenerle.
-¡Estúpida, estate quietecita o te mato ahora mismo!
Con un fuerte navajazo, me rajó el antebrazo, haciéndome un profundo corte y un chorro de sangre empezó a salir a borbotones.
Fue cuando solté mis pertenencias, para sujetarme el brazo con la otra mano y taponar la hemorragia.
El malhechor, huyó con mis únicas posesiones.
Mi vista se desenfocó y veía puntitos negros. Antes de desmayarme y quedarme tendida en el congelado suelo, unas manos me sujetaron y me apoyaron con cuidado.
Lo último que contemplé, fueron unos preciosos ojos plateados, en un rostro varonil.